SAN JUAN BOSCO
FUNDADOR
DE LOS SALESIANOS
(1888
P.C.)
* * *
“En su vida, lo sobrenatural se hizo casi natural y lo
extraordinario, ordinario”. Tales fueron las palabras del Papa Pío XI dijo sobre
Don Bosco.
Juan Melchor
había nacido en 1815, y era el menor de los hijos de un campesino piamontés. Su
padre murió cuando Juan sólo tenía dos años. Su madre, santa y laboriosa mujer,
que debió luchar mucho para sacar adelante a sus hijos, se hizo cargo de su
educación. A los nueve años de edad, un sueño que el rapazuelo no olvidó nunca,
le reveló su vocación. Más adelante, en todos los períodos críticos de su vida,
una visión del cielo le indico siempre el camino que debía seguir. En aquel
primer sueño, se vio rodeado de una multitud de chiquillos que se peleaban
entre sí y blasfemaban; Juan Bosco trató de hacer la paz, primero con
exhortaciones y después con los puños. Súbitamente apareció una misteriosa
mujer que le dijo: “¡No, no; tienes que ganártelos por el amor! Toma tu cayado
de pastor y guía a tus ovejas”. Cuando la señora pronunció estas palabras los
niños se convirtieron primero, en bestias feroces y luego en ovejas. El sueño
terminó, pero desde aquel momento Juan Bosco comprendió que su vocación era
ayudar a los niños pobres, y empezó inmediatamente a enseñar el catecismo y a
llevar a la iglesia a los chicos de su pueblo. Para ganárselos, acostumbraba
ejecutar ante ellos toda clase de acrobacias, en las que llegó a ser muy ducho.
Un domingo por la mañana, un acróbata ambulante dio una función pública y los
niños no acudieron a la iglesia; Juan Bosco desafió al acróbata en su propio
terreno, obtuvo el triunfo, y se dirigió victoriosamente con los chicos a la
misa. Durante las semanas que vivió con una tía que prestaba servicios en casa
de un sacerdote, Juan Bosco aprendió a leer. Tenía un gran deseo de ser
sacerdote, pero hubo de vencer numerosas dificultades antes de poder empezar
sus estudios. A los dieciséis años, ingresó finalmente en el seminario de Chieri
y era tan pobre, que debía mendigar para reunir el dinero y los vestidos
indispensables. El alcalde del pueblo le regaló el sombrero, el párroco la
chaqueta, uno de los parroquianos el abrigo y otro, un par de zapatos. Después
de haber recibido el diaconado, Juan Bosco pasó al seminario mayor de Turín y
ahí empezó, con la aprobación de sus superiores, a reunir los domingos a un
grupo de chiquillos y mozuelos abandonados de la ciudad.
San José
Cafasso, cura de la parroquia anexa al seminario mayor de Turín, confirmó a
Juan Bosco en su vocación, explicándole que Dios no quería que fuese a las
misiones extranjeras: “Desempaca tus bártulos –le dijo–, y prosigue tu trabajo
con los chicos abandonados. Eso y no otra cosa es lo que Dios quiere de ti”. El
mismo Don Cafasso le puso en contacto con los ricos que podían ayudarle con
limosnas para su obra, y le mostró las prisiones y los barrios bajos en los que
encontraría suficientes clientes para aprovechar los donativos de los ricos.
El primer puesto
que ocupó Don Bosco fue el de capellán auxiliar en una casa de refugio para
muchachas, que había fundado la marquesa di Barola, la rica y caritativa mujer
que socorrió a Silvio Pellico cuando éste salió de la prisión. Los domingos,
Don Bosco no tenía trabajo de modo que podía ocuparse de sus chicos, a los que
consagraba el día entero en una especia de escuela y centro de recreo, que él
llamó “Oratorio Festivo”. Pero muy pronto, la marquesa le negó el permiso de
reunir a los niños en sus terrenos, porque hacían ruido y destruían las flores.
Durante un año, Don Bosco y sus chiquillos anduvieron de “Herodes a Pilatos”,
porque nadie quería aceptar ese pequeño ejército de más de un centenar de
revoltosos muchachos. Cuando Don Bosco consiguió, por fin, alquilar un viejo
granero, y todo empezaba a arreglarse, la marquesa, que a pesar de su
generosidad tenía algo de autócrata, le exigió que escogiera entre quedarse con
su tropa o con su puesto en el refugio para muchachas. El santo escogió a sus
chicos.
En esos momentos
críticos, le sobrevino una pulmonía, cuyas complicaciones estuvieron a punto de
costarle la vida. En cuanto se repuso, fue a vivir en unos cuartuchos
miserables de su nuevo oratorio, en compañía de su madre, y ahí se entregó, con
toda el alma, a consolidar y extender su obra. Dio forma acabada a una escuela
nocturna, que había inaugurado el año precedente, y como el oratorio estaba
lleno a reventar, abrió otros dos centros en otros tantos barrios de Turín. Por
la misma época, empezó a dar alojamiento a los niños abandonados. Al poco
tiempo, había ya treinta o cuarenta chicos, la mayoría aprendices, que vivían
con Don Bosco y su madre en el barrio de Valdocco. Los chicos llamaban a la
madre de Don Bosco “Mamá Margarita”. Pero Don Bosco cayó pronto en la cuenta
que todo el bien que hacía a sus chicos se perdía con las malas influencias del
exterior, y decidió construir sus propios talleres de aprendizaje. Los dos
primeros: el de los zapateros y el de los sastres, fueron inaugurados en 1853.
El siguiente
paso fue construir una iglesia, consagrada a San Francisco de Sales. Después
vino la construcción de una casa para la enorme familia. El dinero no faltaba,
a veces, por verdadero milagro. Don
Bosco distinguía dos grupos entre sus chicos: el de los aprendices, y el de los
que daban señales de una posible vocación sacerdotal. Al principio iban a las
escuelas del pueblo; pero con el tiempo, cuando los fondos fueron suficientes,
Don Bosco instituyó los cursos técnicos y los de primeras letras en el
oratorio. En 1856, había ya 150 internos, cuatro talleres, una imprenta, cuatro
clases de latín y diez sacerdotes. Los externos eran 500. Con su extraordinario
don de simpatía y de leer en los corazones, Don Bosco ejercía una influencia
ilimitada sobre sus chicos, de suerte que podía gobernarles con aparente
indulgencia y sin castigos, para gran escándalo de los educadores de su tiempo.
Además de este trabajo, Don Bosco se veía asediado de peticiones para que
predicara, la fama de su elocuencia se había extendido enormemente a causa de los
milagros y curaciones obradas por la intención del santo. Otra forma de
actividad, que ejerció durante muchos años, fue la de escribir libros para el
gusto popular, pues estaba convencido de la influencia de la lectura. Unas
veces se trataba de una obra de apologética, otras de un libro de historia, de
educación o bien de una serie de lecturas católicas. Este trabajo le robaba
gran parte de la noche y al fin, tuvo que abandonarlo, porque sus ojos
empezaron a debilitarse.
El mayor
problema de Don Bosco, durante largo tiempo, fue el de encontrar colaboradores.
Muchos jóvenes sacerdotes entusiastas, ofrecían sus servicios, pero acababan
por cansarse, ya fuese porque no lograban dominar los métodos impuestos por Don
Bosco, o porque carecían de su paciencia para sobrellevar las travesuras de
aquel tropel de chicos mal educados y frecuentemente viciosos, o porque perdían
la cabeza al ver que el santo se lanzaba a la construcción de escuelas y
talleres, sin contar con un céntimo. Aun hubo algunos que llevaron a mal que
Don Bosco no convirtiera el oratorio en un club político para propagar la causa
de “La Joven Italia”. En 1850, no quedaba a Don Bosco más que un colaborador y
esto le decidió a preparar, por sí mismo, a sus futuros colaboradores. Así fue
como Santo Domingo Savio ingresó en el oratorio, en 1854.
Por otra parte,
Don Bosco había acariciado siempre la idea, más o menos vaga, de fundar una
congregación religiosa. Después de algunos descalabros, consiguió por formar un
pequeño núcleo. “En la noche del 26 de enero de 1854 –escribe uno de los
testigos– nos reunimos en el cuarto de Don Bosco. Se hallaban ahí además,
Cagliero, Rocchetti, Artiglia y Rua. Llegamos a la conclusión de que, con la
ayuda de Dios, íbamos a entrar en un período de trabajos prácticos de caridad
para ayudar a nuestros prójimos. Al fin de ese período, estaríamos en libertad
de ligarnos con una promesa, que más tarde podría transformarse en voto. Desde
aquella noche recibieron el nombre de Salesianos todos los que se consagraron a
tal forma de apostolado. Naturalmente, el nombre provenía del gran obispo de
Ginebra. El momento no parecía muy oportuno para fundar una nueva congregación,
pues el Piamonte no había sido nunca más anticlerical que entonces. Los
jesuitas y las Damas del Sagrado Corazón habían sido expulsados, muchos
conventos habían sido suprimidos y, cada día, se publicaban nuevas leyes que
coartaban los derechos de las órdenes religiosas. Sin embargo, fue el ministro
Rattazzi, uno de los que más parte había tenido en la legislación, quien urgió
un día a Don Bosco a fundar una congregación para perpetuar su trabajo y le
prometió su apoyo ante el rey.
En diciembre de
1859, Don Bosco y sus veintidós compañeros decidieron finalmente organizar la
congregación, cuyas reglas habían sido aprobadas por Pío IX. Pero la aprobación
definitiva no llegó sino hasta quince años después, junto con el permiso de
ordenación para los candidatos del momento. La nueva congregación creció
rápidamente: en 1863 había treinta y nueve salesianos; a la muerte del
fundador, eran ya 768, y en la actualidad se cuentan por millares y se hallan
establecidos en todo el mundo. Don Bosco realizó uno de sus sueños al enviar
sus primeros misioneros a la Patagonia. Poco a poco, los Salesianos se
extendieron por toda la América del Sur. Cuando San Juan Bosco murió, la
congregación tenía veintiséis casas en el Nuevo Mundo y treinta y ocho en
Europa. Las instituciones salesianas en la actualidad comprenden escuelas de
primera y segunda enseñanza, seminarios, escuelas para adultos, escuelas
técnicas y de agricultura, talleres de imprenta y librería, hospitales, etc.
sin omitir las misiones extranjeras y el trabajo pastoral.
El siguiente
paso de Don Bosco fue la fundación de una congregación femenina, encargada de
hacer por las niñas lo que los Salesianos hacían por los niños. La congregación
quedó inaugurada en 1872, con la toma de hábito de veintisiete jóvenes a las
que el santo llamó Hijas de Nuestra Señora, Auxilio de los Cristianos. La nueva
comunidad se desarrolló casi tan rápidamente como la anterior y emprendió,
además de otras actividades, la creación de escuelas de primera enseñanza en
Italia, Brasil, Argentina y otros países. Para completar su obra, Don Bosco
organizó a sus numerosos colaboradores del exterior en una especie de tercera
orden, a la que dio el título de Colaboradores Salesianos. Se trataba de
hombres y mujeres de todas las clases sociales, que se obligaban a ayudar en
alguna forma a los educadores salesianos.
El sueño o
visión que tuvo Don Bosco en su juventud marcó toda su actividad posterior con
los niños. Todo el mundo sabe que para trabajar con los niños, hay que amarlos;
pero lo importante es que ese amor se manifieste en forma comprensible para
ellos. Ahora bien, en el caso de Don Bosco, el amor era evidente, y fue ese
amor el que le ayudó a formar sus ideas sobre el castigo, en una época en que
nadie ponía en tela de juicio las más burdas supersticiones acerca de ese
punto. Los métodos de Don Bosco consistían en desarrollar el sentido de
responsabilidad, en suprimir las ocasiones de desobediencia, en saber apreciar
los esfuerzos de los chicos, y en una gran amistad. En 1877 escribía: “No
recuerdo haber empleado nunca un castigo propiamente dicho. Por la gracia de
Dios, siempre he podido conseguir que los niños observen no sólo las reglas,
sino aun mis menores deseos”. Pero a esta cualidad se unía la perfecta
conciencia del daño que puede hacer a los niños un amor demasiado indulgente, y
así lo repetía constantemente Don Bosco a los padres. Una de las imágenes más
agradables que suscita el nombre de Don Bosco es la de sus excursiones
domingueras al bosque, con una parvada de rapazuelos. El santo celebraba la
Misa en alguna iglesita de pueblo, comía y jugaba con los chicos en el campo,
les daba una clase de catecismo, y todo terminaba al atardecer, con el canto de
las vísperas, pues Don Bosco creía firmemente en los benéficos efectos de la
buena música.
El relato de la
vida de Don Bosco quedaría trunco, sino hiciéramos mención de su obra de
constructor de iglesias. La primera que erigió era pequeña y resultó pronto
insuficiente para la congregación. El santo emprendió entonces la construcción
de otra mucho más grande, que quedó terminada en 1868. A ésta siguió una gran
basílica en uno de los barrios pobres de Turín, consagrada a San Juan
Evangelista. El esfuerzo para reunir los fondos necesarios había sido inmenso;
al terminar la basílica, el santo no tenía un céntimo y estaba muy fatigado,
pero su trabajo no había acabado todavía. Durante los últimos años del
pontificado de Pío IX, se había creado el proyecto de construir una iglesia del
Sagrado Corazón en Roma, y el Papa había dado el dinero necesario para comprar
el terreno. El sucesor de Pío IX se interesaba en la obra tanto como su
predecesor, pero parecía imposible reunir los fondos para la construcción.
“Es una pena que
no podamos avanzar” –dijo el Papa al terminar un consistorio–. “La gloria de
Dios, el honor de la Santa Sede y el bien espiritual de muchos fieles están
comprometidos en la empresa. Y no veo cómo podríamos llevarla adelante”.
–“Yo puedo
sugerir una manera de hacerlo” –dijo el cardenal Alimonda.
–“¿Cuál?
–preguntó el Papa.
–“Confiar el
asunto a Don Bosco”.
–“¿Y Don Bosco
estaría dispuesto a aceptar?”
–“Yo le conozco
bien” –replicó el cardenal–; “la simple manifestación del deseo de Vuestra
Santidad será una orden para él”.